sábado, 14 de junio de 2014

Campeones del mundo de sueños rotos


El Mundial de fútbol ha empezado. Yo nunca fui muy amigo de los manidos tópicos que emplean los que identifican las etapas de su vida con el transcurso de los mundiales, planificando su calendario vital conforme al de la FIFA. Pero nena, algo de razón tienen. A los que nos gusta esto nos sucede que desarrollamos una memoria prodigiosa para los partidos de la Copa del Mundo y todo lo que les rodea, desde los detalles más absurdos del juego, como el medio corte de pelo de Ronaldo en Japón, hasta los episodios que estaban teniendo lugar en nuestras propias vidas. Si además uno es hincha de un equipo podrá evocar sensaciones similares con las finales a que este llegue o las eliminatorias europeas en que se embarque. Por tanto, si la providencia es mínimamente benévola y uno es seguidor del Real Madrid, está irremediablemente condenado a construir un imaginario cronológico continuo de recuerdos y emociones desde su infancia. Ando estos días con Fiebre en las Gradas, sensacional relato futbolístico-autobiográfico de Nick Hornby (a quien se venera en este blog por Alta Fidelidad). Hornby repasa su existencia en este mundo a través de sus vivencias en Highbury como hincha del Arsenal desde que era apenas un crío. Y uno se pregunta, ¿hasta qué punto esos recuerdos son reales? ¿Puede un niño de 6 años saber de la trascendencia del gol de un montenegrino a unos italianos en una final en Holanda? ¿O ha escrito esa fantasía en su cabeza, con el transcurso de los años, a fuerza de ver una y otra vez las cintas que regalaba el Marca con el partido grabado los días posteriores al partido? ¿Son puros entonces nuestros recuerdos, o el tiempo los adultera y los convierte en lo que, idealmente, nuestro yo del  presente habría soñado que fueran? Supongo que en realidad da igual. Los nostálgicos miramos tanto por el retrovisor que a veces perdemos el sentido de por qué lo hacemos, y vemos directamente lo que queremos ver. Quizás, después de todo, la memoria sea solo un truco.


El caso es que los primeros recuerdos de mi vida son de unos jugadores de blanco en un campo de fútbol. A mí me llevaron por primera vez al Bernabéu la temporada anterior a la Séptima, a ver un Madrid-Atleti. Conozco a los jugadores que estaban en el campo (Hierro, Redondo, Panucci, Simeone, Pantic...) por lo que he conocido después. Sé del resultado y de la fecha (14 de junio del 97, jornada 41, 3-1, goles de Raúl, Hierro, Pedja y Esnáider; el Madrid de Capello ganaba matemáticamente la liga al Barça al solo necesitar un punto) porque lo he comprobado en Google. Aquel día yo solo era un niño de cinco años, y recuerdo un estadio lleno hasta la bola, el griterío, los cánticos, las banderas y bufandas flameando en el viento de Chamartín. No recuerdo los goles, la trascendencia del resultado, la felicidad añadida de ganar el título ante el Atlético ni los aderezos deportivos de la victoria, supongo que estos vienen con el tiempo. Pero sí recuerdo el ambiente, y si no sus detalles al menos sí su presencia, que es uno de los ingredientes clave de la experiencia futbolística. Recuerdo haber ido a algún partido más antes de la explosión que supuso ganar la Copa de Europa, como un Real Madrid-Extremadura; supongo que yo consideraría algo normal eso de enfrentarse al Extremadura, quizás hasta pensara que los equipos se llamaban por el topónimo de su región de procedencia y no por el de su ciudad. Todo cambió en la primavera siguiente. Aparte de los dos partidos citados y de un atropello que sufrí cuando un caballo desbocado me derribó y saltó por encima, también por esa época, las primeras imágenes nítidas que tengo de mi propia vida son de esos meses, entre abril y junio, del año de la Séptima, 1998. En semifinales de la Champions jugamos contra el Borussia de Dortmund, y las vallas que aún rodeaban el césped del Bernabéu cedieron al empuje de los Ultras Sur, derribando la portería. La voz de José Ángel de la Casa en el televisor, prolongándose durante el tiempo que tardaron en ir a la Ciudad Deportiva a por otra portería y la posterior victoria del Madrid; el pase a la final contra la Juve, el gol de Mijatovic ante Peruzzi, el pelotazo de Suker desde el centro  del campo con el pitido final, son todos recuerdos indelebles en los que uno, de nuevo, confunde el componente real con el soñado, pero que en tanto que indelebles perduran por siempre en la mente y en la retina. Ámsterdam. El Ámsterdam Arena. Probablemente fuera la primera vez que tuve conciencia de esa ciudad maravillosa a la que iban los equipos a ganar la Copa de Europa. ¡Qué carajo! ¡A la que iba el Madrid a ganar la Copa de Europa! Entre mis seis y mis diez años el Madrid ganó la Champions tres veces, ¿cómo iba a imaginar que los demás tenían derecho a ganarla sin que llegara el Madrid al año siguiente a recuperarla? En el 2000 supe, porque mi hermano fue a la final París y me trajo una bufanda y una gorra de recuerdo, que Ámsterdam tan solo era una más de las ciudades en que el Madrid reconquistó el trono de hierro, que fue consolidando hasta la volea de Zidane en Glasgow y que nos mantuvo los estómagos llenos un tiempo. Fue un shock que, después de las experiencias de 1998, 2000 y 2002, mi equipo no ganara la Copa en 2004. Supuse que fue un cruel error del destino, una hecatombe iniciática: en el fútbol a veces, pero solo a veces, no ganaba el Madrid, así que esperé hasta 2006. De nuevo no ganamos, y he ido prolongando esta agonía bienal tan propia de un hincha del Atleti hasta 2014. Si las cuentas no me fallan, el Real Madrid me debe cinco Copas de Europa, las correspondientes a los años pares que median entre la Novena y la Décima. Y como no perdono las de los próximos años pares, calculo que para 2025, ganando todos los años de forma consecutiva, el Madrid podrá permitirse perder otra Champions habiendo saldado las deudas que tenemos pendientes.


Pero veo que se me ha ido la mano, una vez más, hablando del Real Madrid, cuando yo lo que quería era hablar de los mundiales (en la línea 5 ya me he desviado). Para eso hay que volver a 1998, a la fase de grupos del Mundial de Francia. España juega ante Nigeria un partido clave si quiere mantenerse viva. Debía de ser fin de semana, porque mi casa se llenó de primos, tíos y gentes de cien mil raleas para la ocasión. Había una suculenta merendola al estilo de los últimos noventa en una familia andaluza residente en Madrid: medias noches del Mallorca, embutido con ochos, latas de cerveza compartidas (dos para cada tres) y la vajilla de la Cartuja, la buena, en la mesa de los mayores. Ese día, del que ya hablé una vez en este blog empleando la frase que más orgulloso estoy de haber escrito en mi vida (seguramente la escribiría borracho), conserva aún ahora, dieciséis años más tarde, un regusto imborrable de tragedia. En el fútbol yo solo recordaba por esas fechas una liga ganada conmigo mismo en el Bernabéu y una Copa de Europa conseguida apenas un mes antes en la todavía mitológica Ámsterdam. Y en ese partido llega un tal Zubizarreta que, ante un pase de la muerte sin mucha fe, no decide otra cosa que arrojarse al abismo para desviar el balón hacia su propia portería. ¿Qué clase de blasfemia era esa? ¿Por qué, Andoni? ¿No sabías que jugabas con los recuerdos de toda una generación de madridistas que, en nuestra exigua trayectoria vital, solo habíamos conocido la victoria? ¿Por qué lanzaste ese brazo hacia el balón para que, de la manera más humillante y execrable, con un gol en propia meta, un niño de seis años tuviera conciencia de la derrota, del mal en el mundo, de la injusticia y de la amargura de la muerte? "Yo creía en Dios porque pensaba que Dios era del Real Madrid" dice Jabois, y la fe se reafirmó esa tarde al ser testigo de que sin Madrid no había victoria, que eso que llamamos Selección Española iba a ser un pañuelo de amargura hasta el fin de mi vida. El Mundial del 98 colocó en mi pecho la primera piedra de lo que espero que algún día sea un hombre, fue una puñalada severa a la candidez de un niño, una borrachera de realidad demasiado precoz. Con todo, es el primer campeonato del que yo empiezo a tener recuerdos más o menos estructurados del fútbol, tarea que facilitó Panini con su álbum de cromos del Mundial. Las selecciones balcánicas con su juego de calidad: la antigua Yugoslavia con nuestro Mijatovic, Darko Kovacevic, Savo Milosevic o Stankovic (siempre había un Stankovic); la reciente Croacia con nuestro Suker, Prosinecki y Jarni (a propósito de este último, por ahí empezó también una extraña simpatía que aún mantengo por el Real Betis, en el que también estaba uno de los verdugos nigerianos como Finidi George). Luego estaba Brasil, de cuya leyenda todo el mundo hablaba, y que parecía como una mezcla entre el coco, el hombre del saco y Jack el Destripador, un equipo imposible de batir. Pero vaya, Ronaldo, Rivaldo, Roberto Carlos, Denilson (Betis again; en su día, el fichaje más caro de la historia) Cafu,  Ze Roberto y demás jugones no pudieron con Francia en la final. Ese partido lo vi en la casa del campo con abuelos, primos y toda la tropa. Francia ganaba el primer Mundial que yo recuerdo, que era también el primero que ganaban en sus francesas vidas, y ese país adquiría para mí un aura de terrible grandeza que, por mucho que la razón me diga lo contrario, me sigue atenazando cuando nos enfrentamos a ellos tanto en fútbol como en baloncesto, balonmano, tenis, crícket y hasta en ping pong. Recuerdo muy bien a Lizarazu, la melena rubia de Petit, el gigante Thuram, a nuestro Christian Karembeu, la calva de Barthez, la copa levantada por Deschamps y, cómo no, un señor con aspecto de fraile que llevaba el 10 a la espalda. Eso era un grupo salvaje. Perdida mi inocencia en la fase de grupos, Francia se revelaba ante mis ojos como el equivalente al Real Madrid a nivel de selecciones. Habiendo ganado ellos todos los mundiales que recordaba, ¿cómo no desarrollar cierta francofilia? Luego supe que no, que si quería haber sido madridista en los mundiales tendría  que haber ido con Italia o Brasil, pero fue en estas que llegué al Mundial de Corea y Japón esperando de Francia lo que no esperaba de mi propia selección. Primer directo en la mandíbula. Francia, que venía de ganar Mundial y Eurocopa, pierde el partido inaugural contra Senegal, solo saca un punto de la primera fase y es vilmente eliminada. España era otra cosa, ahí había un gran equipo, nutrido a base del EuroDépor que había ganado la Liga, del Valencia que había llegado a dos finales seguidas de Champions y de las mejores versiones históricas de Raúl y Casillas. Con Valerón y Mendieta merecíamos llegar muy lejos. Esta vez nos encontramos a un rival nuevo, desconocido para mí: el árbitro. Ese balón que nunca salió por el fondo en la carrera de Joaquín por el extremo derecho y que Morientes remató dentro es difícil de olvidar. Un egipcio le regaló a Corea del Sur, la selección local, el acceso a semifinales. Puede que no hubiéramos pasado de allí, puede que Alemania nos hubiera humillado antes de llegar por primera vez a la final, pero ¿y si hubiéramos pasado? La historia de nuestra vida la forman también todas las cosas que no pasaron nunca, porque nuestros sueños son tan parte de nosotros mismos como nuestra propia realidad. Ganó Brasil, esta vez sí, en una final que yo vi en El Encuentro, en la cuesta Baena de Puente Genil. Era oficial, en lo que a selecciones se refiere, fui educado en la derrota. La había vivido en sus dos vertientes, la del equipo que se pega un tiro en el pie y merece ser deportado de vuelta a casa y la del que juega bien y mete goles pero que un sino cruel y despiadado encarnado en un árbitro egipcio le impide pasar de ronda.


Antes del Mundial de 2006 vino la Eurocopa de Portugal. Por aquella época mis padres tuvieron algún negocio en Lisboa y Coimbra, y transformé mi denostada francofilia en una filiación por Portugal que se explicaba porque eran vecinos, conocía el país de varios viajes acompañando a mis padres, fue la primera selección de la que tuve una camiseta oficial y, cómo no, porque tenían a Figo. Aunque una Eurocopa no se vive ni de lejos como un Mundial y ante una nueva derrota de España, que ya no me sorprendió, fue una auténtica pena ver cómo me despojaba de mi legítima Eurocopa con los colores de Portugal una selección como Grecia. Si no ganaba España, el Real Madrid, Francia, Brasil y ni siquiera la local Portugal, ¿qué clase de broma era que ganara una banda como Grecia? A esta pregunta no le he encontrado respuesta aún. Llegó Alemania 2006 con sus estadios modernísimos, sus Nike Total 90 y una Selección Española a cuya derrota yo ya me resignaba. En el colegio nos pusieron un España-Ucrania (creo que arrasamos 4-0) y un España-Arabia que también ganamos. La cosa no pintaba mal del  todo. Incluso después de que nos tocara Francia en octavos, el gol tempranero de Villa nos hizo a todos creer que pasábamos. Pero delante estaba el fraile del 10, y este era su último torneo. Con él en el terreno de juego, Francia no perdió nada. Luego llegó el famoso cabezazo a Materazzi, los penaltis y la historia que todos conocemos. Yo estaba entonces en un campamento de verano en Segovia, y lloré desconsoladamente. Zidane, el mago que tan felices nos había hecho, en el único arranque violento grave que se le recuerda, pone fin a su carrera con una expulsión en la final de un Mundial. Pero como Zidane es más grande que la vida, ¿de qué imagen de Zizou nos acordamos? ¿De la de Glasgow o de la de Berlín?


A partir de ahí ya hay poco misterio. España se levantó un día y decidió que ya era hora de ponerse a ganar. Todo lo que hemos sido desde entonces se debe, por encima de cualquier otro nombre, a Luis Aragonés. Cuántas portadas del Marca en su contra, cuántos "Raúl selección" soportados. Luis fue el que lo cambió todo en Austria. Sudáfrica fue una consecuencia lógica de una dinámica tan irresistiblemente ganadora que no había quien pudiera con nosotros. En cierto modo, fue una especie de inercia desde la final de Johannesburgo la que aún nos permitió ganar la última Eurocopa, y que está por ver si nos dará este Mundial (lo fácil ahora, visto el debut de España en Brasil, es apostarlo todo en contra. Pero oye, y por qué no vamos a llegar lejos; si hay alguien capaz de resurgir de sus cenizas es este grupo, sobre todo si nos encomendamos a los que más ganas de victoria demuestran, como Alonso, Ramos, Diego Costa e Iniesta). Ángel del Riego decía esto a propósito del Real Madrid: El camino se hace al andar y la solución final es la victoria. Y cuando se gana, seguimos para volver a ganar. Si se pierde, claro, no tenemos máscaras suficientes para sobrellevar la derrota. No hay dignidad ni romanticismo en la derrota del Madrid. Siempre ha sido así. En este juego no se me ocurre mejor filosofía, o mejor dicho, actitud. Podríamos aplicarla a la Selección, ahora que España estaba aprendiendo a ser dueña de sí misma.


Austria y Sudáfrica fueron episodios muy dulces que yo viví ya con plena implicación: emborrachándome con mis amigos. Cualquiera diría que el timing fue perfecto. Pertenezco a una generación, la nacida al filo de los primeros noventa, a la que dio tiempo a ser educada en el hambre futbolística, en la expectativa por cumplir. A veces pienso en los chavales que ahora tienen diez, doce o catorce años, ellos solo han vivido esta Selección con Casillas alzando trofeos al cielo. Me resulta algo familiar, revivo en cierta manera lo que yo viví con mi equipo entre la Séptima y la Novena. Entonces me imagino el dolor de estos chavales cuando España emprenda su camino de Damasco y se caiga del caballo, porque ese momento, esperemos que lo más tarde posible, llegará. Espero al menos que esa cantidad de niños del Atlético, del Betis, del Levante o del Sporting que esperan cada éxito de la Selección como la llegada de los Reyes Magos, después de llorar la pena, guarden esta etapa en su memoria y, con el paso del tiempo, la coloreen con sus propias vivencias, porque la memoria después de todo, es solo un truco.

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El campeón va a volver,
siempre tiene alguna razón.
El campeón sabe bien
cómo ha de coger el timón.

Viajando en tren express se imagina algún paisaje mejor,
viviendo de alquiler en pensiones con teléfonos rotos.
Y rubias de ciudad llegaban en el autobús
a pedir una oportunidad
y un turno de ocho horas
esperando que llegue el campeón.

Piel de tambor, una y ¡zas!,
creo que tendremos marrón.
El campeón tira a dar
pero no le queda más chance.
Y en el segundo round ya sabía que caería redondo,
cuando se fue la luz,
campeones del mundo de sueños rotos.

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