sábado, 16 de noviembre de 2013

Incendio en invierno


Arctic Monkeys llegaron a Madrid el mismo día que el invierno. Desde muchas horas antes se apiñaban en la puerta del Palacio numerosas mocitas madrileñas, que fumaban canutos por diferenciarse de las que simultáneamente esperaban en Vistalegre para el concierto de un pimpollo hawaiano con las etiquetas todavía pegadas en la gorra de béisbol. Salvo alguna concesión puntual, es fácil darse cuenta de que en este blog se es más de guitarreos de post-tatcherismo industrial que de falsos ídolos con ukelele, por no hablar de la querencia del que escribe hacia el Palacio de los Deportes de Felipe II respecto al de Toros de Carabanchel, aunque durante estos últimos días madrileños ambos se puedan confundir por el poder ecualizador de la basura. Nada une más a los madrileños  de uno y otro lado de la M30 que la mierda común, nuestra mierda común.
Valiente osadía la de Arctic Monkeys, yo nunca me habría atrevido a tocar en el mismo recinto en el que dos días antes el Real Madrid fraguó el mayor espectáculo que se ha visto en una cancha europea de baloncesto desde hace varios años. Corrían el riesgo de que el Chacho todavía estuviera lanzando alley oops por allí y les cayera Slaughter sobre las cabezas. Corrieron el riesgo y ganaron. A las ocho abrieron las puertas y las acongojadas risas de los desheredados sonaron en los salones de palacio. Tal era la parsimonia de la masa para entrar que no pude ni llegar a los Torreznos, así que el pre-concierto se tuvo que desplazar al Museo del Jamón, ese pasadizo acristalado y con forma de chicane en que la senectud de la calle Alcalá se consume en una nube de humo de Ducados negro, y en el que despachan una cerveza tan insultantemente barata que uno acepta estoicamente morir intoxicado allí dentro. Pero no.

El comienzo del show fue el más salvaje que yo haya visto, encadenando Do I wanna know? (el mejor riff de guitarra desde Back in Black, el más oscuro desde Iron Man) y Brianstorm. El enérgico arranque espantó a los hijos del rey y encendió a las chicas del rock, que no esperaron ni a la tercera canción para quitarse el sostén. No hubo ni el más mínimo respiro hasta la pausa antes de los bises; apenas si duró cinco segundos la transición más larga entre canciones. Sonó, y muy bien, todo lo que tenía que sonar. Hasta Reckless Serenade, la serenata temeraria que no sale de mi cabeza. Se prodigaron en el repertorio del AM, que son las siglas de la propia banda pero también de Amplitud Modulada, motivo por el que la portada del disco es una banda senoidal en que las ondas tienen amplitud oscilante y frecuencia constante, o eso me dijo un ingeniero del ICAI.


También hubo espacio para el Suck it and See y para las melodías laboristas de los primeros discos de la banda. Por deferencia del Duderino, también llamado el Subsuelos, he aquí una lista de Spotify con el repertorio. Los testigos falsos del Sinedrio vierten hoy sus comentarios precocinados en la prensa oficialista, la socialdemócrata, la foral y hasta en los decadentes panfletos trotskistas. "El ritmo más amable de Arctic Monkeys deja indiferente al público de Madrid", titulan sobre un anuncio de Google que me pide que firme para evitar que se fundan los hielos árticos; antes de que cante el gallo, Pedro, me negarás tres veces. Probablemente los periodistas se equivocaron y se fueron a escuchar a Bruno Mars. Solo en El País y en Rolling Stone he leído crónicas con cierto ápice de objetividad.

Arctic Monkeys es Alex Turner, y Alex Turner es un tipo que ha moldeado su aspecto de manera que lo mismo parece que va a llevarle flores a su abuela en el hospital o que va a recibir los capones en la cabeza a puños del malo de Regreso al Futuro (¿Hay alguien ahí, McFly? ¿Hay alguien ahí?). Bajo su tupé y su chaquetita clara se aloja un talento antiguo construido a ladrillo de barrio obrero de Sheffield. Como Camarón, lleva un viejo por dentro. Ante el beneplácito entusiasta del respetable, Turner puso los cañones apuntando al Palacio de Invierno y desató el incendio en la casa de los zares. En su última canción aún preguntó Are you mine?, pero se fue sin dar tiempo para responder. Se fue porque no quería dormir en la ciudad que nunca se despierta.
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You're the fugitive
and you don't know what you're runnin' from.
You can't kid us
and you couldn't trick anyone.
Houdini, love, you don't know what you're runnin' away from.

Who wants to sleep in the city that never wakes up?
Blinded by nostalgia.
Who wants to sleep in the city that never wakes up?


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