domingo, 29 de julio de 2012

El insomnio y el silencio


Hay noches en que hay tanto ruido en la mente y tantas dudas alrededor del pensamiento que dormir es imposible. Supongo que el silencio es lo que pasa en el mundo cuando esto ocurre. Entonces cualquier excusa es válida: esta noche mi mecanismo de defensa ha sido fácil, y en vez de dar vueltas en la cama he acabado viendo otra vez la gran crónica del insomnio y el silencio, Lost in Translation. Probablemente, nunca una película consiguió decir tanto con los silencios. Dos insomnes desconocidos, Scarlett Johansson y Bill Murray, almas en pena en una ciudad hostil, encuentran sus lugares comunes en Tokio, entre neón y ruido de videoconsola. Ella pasa las horas sentada junto a la ventana de su habitación, ante la inmensidad de la ciudad, con la mirada triste perdida entre los rascacielos, como buscando respuestas en las ventanas de los edificios. Él bebe whisky en el bar del hotel, consumiendo el tiempo de su vida con el mismo propósito con que se disipa el humo de su puro en el techo de la sala, ninguno. Hasta que se conocen. Los personajes convierten sus respectivas soledades en una y buscan consuelo en la intimidad del otro. No necesitan palabras para entenderse, porque los sentimientos se pueden perder en la traducción al lenguaje. Y aun cuando en la escena final de la película Murray susurra algo al oído de Scarlett en medio de la calle, rodeado de carteles luminosos y colegialas japonesas, no necesitamos escuchar las palabras, inaudibles entre la multitud, porque gracias a nuestra imaginación convertimos ese silencio en la música de las emociones, y las emociones no se pueden perder en la traducción.


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En Tokio solo hay cuervos, y en mi corazón un hueco
donde solo se oye el eco de tu voz
Me voy al aeropuerto. Sobran los momentos
en que todos me preguntan dónde estoy
He estado tantas veces en lugares a los que nunca fui
A veces necesito separarme de ti

martes, 24 de julio de 2012

This city won't ever drown


Los que hayan visto el documental que acompaña al Daiquiri Blues de Quique González recordarán la historia de la canción Riesgo y Altura, contada por sus autores (Quique y César Pop) y por el productor Brad Jones, que aprovecha para explicar el sentido primigenio de las notas con que los vientos van a aderezar la base melódica compuesta por Pop. Para quien no lo haya visto, lo cuento aquí. Jones cuenta cómo en los funerales tradicionales de Nueva Orleans, de camino al cementerio, las brass bands acompañan al cortejo fúnebre con marchas lentas, donde los metales lloran al paso lento de la comitiva, encabezada por dos caballos, uno negro, como la muerte, y otro blanco, como la vida que se escapa, que tiran del fatídico carro donde descansa el cadáver. Una vez enterrado el difunto toca celebrar con música que los demás seguimos en este mundo, así se hace en Nueva Orleans, y se vuelve a hacer el camino en la dirección contraria, esta vez con marchas rápidas, festivas, que incitan a hombres y mujeres a bailar mientras agitan sus pañuelos con emoción sacrosanta. Así evolucionó la música de Nueva Orleans, cuna del jazz, ciudad donde van a parar todos los ritmos que arrastra la corriente del Mississippi desde el norte del delta: el góspel, el blues y más tarde el rock and roll.


Este relato de Brad Jones me ha venido a la cabeza varias veces últimamente, pues acabo de terminar de ver la segunda (y por ahora última) temporada de Treme, probablemente la serie perfecta para los aficionados a la música americana. Treme, o Tremé, que es el barrio más musical de Nueva Orleans (It's the musical heart of New Orleans, which is the musical heart of America dice Steve Earle), relata la vida de una comunidad que trata de levantarse tras la estocada casi mortal que el Katrina asestó a la ciudad. Los protagonistas se intentan sobreponer a la miseria y el caos que la tormenta dejó, con la música siempre como vía de escape para salvar la vida, en la ciudad en que la vida y la muerte bailan más juntas de todo el mundo civilizado. El reparto está repleto de personajes carismáticos como Cray, el atormentado profesor de literatura interpretado por John Goodman; su mujer, la valiente abogada Toni Bernette; el vividor y virtuoso del trombón Antoine Battiste, depositario de toda la tradición musical de Treme; el desaliñado DJ y músico incombustible Davis McAlary, con sus reivindicaciones pseudo-políticas; el holandés Sonny, pianista-guitarrista callejero adicto a todo; y la exótica Annie (Lucia Micarelli), siempre acompañada de su violín, que realmente interpreta ella en la serie. Además, en casi todos los episodios nos sorprende el cameo de alguna estrella como Elvis Costello, Lucinda Williams, John Hiatt, Dr. John y, con un papel bastante importante y continuado en las dos temporadas, Steve Earle, que interpreta a un músico callejero bonachón y musicalmente enciclopédico. De hecho, Earle compuso una canción para la serie, o más bien para la ciudad, la enorme This City, que luego apareció en su disco I'll never get out of this world alive. Todos los personajes que aparecen, protagonistas o secundarios, tienen en común estar enamorados de Nueva Orleans, de sus tradiciones centenarias, de sus Second Lines callejeras, de las raíces cajún-españolas-francesas-afroamericanas del delta, de los grupos de indios que se preparan todo el año para lucir sus galas en el carnaval, del Mardi Gras eterno de la ciudad creciente.

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This city won't wash away, this city won't ever drown
Blood in the water and hell to pay, sky turned gray when the pain rained down
Doesn't matter, let come that may, I ain't ever going to leave this town
This city won't wash away, this city won't ever drown

Ain't the river or the wind to blame as everybody around here knows
Nothing holding back Pontchartrain except a prayer and a promise's ghost
This town's digging our graves in solid marble above the ground
Maybe our bones will wash away, this city won't ever drown
This city won't ever die, just as long as our heart be strong

sábado, 14 de julio de 2012

Cada vez que llega el verano


Cada vez que llega el verano, en el sentido más burocrático del término, es decir, cuando termina el último examen o se activa el email automático “I’m out of office, please contact…”, uno vuelve irremediablemente a la infancia, a la nostalgia, a la melancolía de los veranos largos de hace años. Al menos a mí me pasa. Por unos momentos se olvidan totalmente las ataduras al mundo real y se tiene una dimensión eterna del verano, que no es otra cosa que volver a la más cándida niñez. Dura solo unos instantes, hasta que te das cuenta de que en tres semanas estarás de nuevo en la oficina, o que antes del viernes tienes que matricularte de las asignaturas suspensas.
A mí el verano me recuerda al Principito, a viajes en avioneta alrededor del mundo, a la posibilidad de coger tu taburete y desplazarte a otra parte de tu pequeño planeta para ver tantas puestas de sol como desees, me recuerda al zorro que, en esa escena que hace poco recordaba Fernando Navarro en su genial blog La Ruta Norteamericana, le dice al joven príncipe que los ritos son importantes: “Si sé que vienes a las cuatro de la tarde, comenzaré a estar feliz desde las tres. A medida que se acerque la hora más feliz me sentiré. A las cuatro estaré agitado e inquieto; ¡comenzaré a descubrir el precio de la felicidad!”.
Y es que, en definitiva, la llegada del verano es un rito despojado de toda solemnidad. Conforme se va acercando el momento de decir “hasta más ver” al curro o al estudio la sangre se acelera en las venas y el corazón palpita a ritmo trepidante. Los planes que durante el año se han ido posponiendo hasta estas fechas van tomando cuerpo, aunque uno sabe perfectamente que es imposible tachar todos de su lista: este verano voy escribir en el blog cada día, voy a leerme 30 libros, entre ellos el Ulises y el Quijote, voy a ver tres series nuevas y dos que ya he visto, voy a beberme doce gin tonics en cada bar de Madrid y alrededores, voy a saberme de memoria las discografías de Wilco, Steve Earle y Lucinda Williams, voy a ver en el cine todas las películas que no vi durante el año, voy a... Pero parte de la felicidad de esos objetivos está en fijarlos, en desear que llegue el verano para tener la oportunidad de llevarlos a cabo. Igual que de pequeño uno deseaba ser mayor para acostarse tarde, conducir, tomarse sus copas y, en sus ensoñaciones, el chaval era feliz, la llegada del verano es ese regreso al pasado, a no tener que mirar el reloj, a la felicidad de no tener horizonte.
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De pequeño me enseñaron a querer ser mayor
De mayor quiero aprender a ser pequeño
Y así cuando cometa otra vez el mismo error
Quizás no me lo tengas tan en cuenta