Lo que sé de la muerte, que es de lo poco que sé de la vida, lo aprendí el 14 de diciembre de hace ocho años. Hay personas que tienen gran facilidad para recordar fechas señaladas. Yo no soy de esas personas, pero sí recuerdo esta porque significó para mí y para otros muchos nuestro primer enfrentamiento serio con la realidad, con la vida tal y como es. Ese día murió nuestro amigo Javier. No recuerdo qué día de la semana era, solo sé que había colegio. Todo ese año, antes de empezar las clases de las 9 teníamos Educación Física en el patio, y esa mañana aparecieron todos los profesores mientras todavía estábamos haciendo gimnasia, lo cual no dejaba de ser inusual. Le dijeron algo al profesor que estaba a nuestro cargo y entraron en el colegio. Ahí ya nos temíamos lo que luego nos confirmaron en clase, su enfermedad había podido con él esa noche.
A los trece años, un niño es lo suficientemente pequeño para
no tener que haberse preocupado por nada nunca, pero lo suficientemente mayor
para empezar a darse cuenta de cómo funcionan los mecanismos de la vida. Para
muchos de nosotros, la muerte de nuestro amigo, con quien habíamos compartido
toda nuestra infancia, nuestras primeras patadas al balón, nuestras primeras
broncas en común, nuestras incipientes aficiones, supuso la primera vez que nos
preguntamos por el sentido de nuestra existencia, con la inocencia con que se
pregunta las cosas un niño pero con la gravedad con la que lo hace un filósofo.
La respuesta sigue flotando en el viento, Javier el día 13 estaba pero el 14 ya
no. Normalmente, este momento de colisión con la crudeza del mundo sobreviene a
cada persona de manera individual. No fue nuestro caso. El impacto afectó de
manera colectiva a mis amigos de entonces, que son mis amigos de ahora. De
manera consciente o inconsciente, este hecho ha configurado con los años el
carácter de mi grupo de amigos. Todos hemos crecido y hemos ido construyendo
nuestras propias vidas, pero tenemos en común el haber superado juntos el primer
obstáculo emocional al que tuvimos que enfrentarnos. Todos crecimos demasiado
ese día, pero nos sirvió para darnos cuenta de que estamos en este mundo muy
poco rato, por lo que tenemos que aprovecharlo y no dejar de buscar ser
felices. Además, aunque ahora tenemos
todos 21 años y por mucho que pase o vaya a pasar el tiempo, a Javier solo podremos
recordarlo como lo que fue toda su vida porque nadie lo conoció de otra manera:
un chico feliz, inocente y sonriente, lleno de vida y de alegría. Es agradable
proyectarnos en esos recuerdos, como también lo es saber que, igual que
estábamos acompañados entonces, lo seguimos estando ahora.
Edu.
_____________________________
There are places I remember
all my life, though some have changed
Some forever not for better
Some have gone and some remain
All these places had their moments
with lovers and friends I still can recall
Some are dead and some are living
In my life I've loved them all
No hay comentarios:
Publicar un comentario