Sucedió, como casi todas las cosas malas, inesperadamente.
Llovía, es cierto, pero nada parecía diferenciar esos dos minutos bajo el agua
entre mi casa y la boca metro de cualquier otra tormenta de verano, de ahí mi
indiferencia. Por desgracia, cuando media hora más tarde subí las escaleras de
mi estación de destino, la salvaje tormenta no había hecho más que avivarse. Y
los cuatro minutos que me separaban de la puerta de la universidad fueron
cruelmente reveladores: el verano llegaba a su fin. Su llegada fue sonada, con
tiempo suficiente para preparar cuerpo y alma, pero se fue sin despedirse, sin
cerrar la puerta al salir y con la ceniza del cigarrillo aún humeando.
Normalmente es un trayecto agradable, los doscientos metros que mide la calle
Mártires de Alcalá los aprovecho para repetir alguna de las canciones que más
me gustan del disco que venía oyendo en el metro, mientras supero sin prisa la
ligera pendiente que llega hasta Alberto Aguilera. Irónicamente, la canción de ese
día era Flacos y Famosos, de César Pop, que me dejó grabada en la mente la
frase “que te resguardes cuando se ponga a llover, y te sepas mojar cuando sea
necesario”. Ojalá hubiera hecho caso. Al enfilar la cuesta vi cómo descendían
hacía la calle Princesa los torrentes del mundo, y parecía que se habían puesto
de acuerdo todos para desembocar en mis ajadas Converse. Remonté a duras penas
la pendiente, que si otros días es ligera ayer parecía más dura que las rampas
del Alpe d’Huez. El momento crítico llegó en el cruce con Santa Cruz de Marcenado,
con la pancarta de meta ya a la vista. El Ganges en pleno deshielo confluía con
el Amazonas, y yo estaba en medio. Cuando por fin llegué, me consoló ver que no
era el único cuya ropa destilaba los efluvios del primer invierno, y que muchas
chicas tenían el rostro desencajado porque parecían recién salidas del último
baño en la piscina que se iban a pegar esta temporada.
Así me sobrevino a mí el otoño, que no es más que un
eufemismo del invierno, con las canciones de César Pop sonando. Las previsiones anticipan unos últimos días de tregua a
partir de esta tarde, un veranillo de San Miguel que no es
verano, sino una transición nostálgica y melancólica a los fríos de octubre,
mes que este año empezó en la lluviosa mañana del 28 de septiembre. Yo soy un
nostálgico, y me gusta prolongar los buenos momentos más allá de lo que dicta
la razón, por eso hoy me voy a ver a Leiva a las fiestas de Las Rozas, dos
conceptos (Leiva y las fiestas de los pueblos) que encajan perfectamente en el
contexto de estos días en que uno no sabe si camiseta o abrigo. Los nubarrones
de ayer se han despejado, al menos por unas horas, permitiendo que esta noche
esté allí el maestro Pop acompañando al teclado al killer Leiva, dos genios a
la hora de poner letra y música a estos momentos, los autores de la banda
sonora del otoño.
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El día de la despedida del veranillo de San Miguel,
mientras los pequeños llenan sus mochilas,
yo empiezo un nuevo curso también.
Para recoger de lo sembrado
lo que se nos haya dado bien,
y entender que al saltar no siempre se puede caer de pie.
Y entender que al partir no se debiera pensar en volver.
Y entender que al saltar no siempre se puede caer de pie.
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